Metro Pino Suárez. Voy corriendo entre la multitud. Hora pico. Estación de transbordos. Viernes por la tarde. Quincena. Somos miles. Voy lidiando con el reloj para llegar a tiempo a tomar algunas fotos de la función de Dogs and Angels. En medio del caos, de los cuerpos que se tropiezan… ideas, preguntas, -como todos- búsquedas para paliar la crisis, proyectos y pendientes «para mañana».
A unos pasos de la pirámide en honor a Ehécatl, como si fuera uno más de los sacrificios cotidianos que esta gran y sobrepoblada urbe exige, está un cuerpo tendido, un hombre de mirada serena. Su brazo, su mano y su mirar apuntan hacia el norte. A pocos pasos una bolsa de plástico y decenas de chicharrones de harina bañados en salsa Valentina quedaron esparcidos en el suelo. A unos metros, un puesto de botanas evidencia que el último acto de aquél hombre fue echarle salsa a un fugaz antojo en medio de las carreras del regreso a casa.
Todos los transeúntes invariablemente bajamos la velocidad a nuestros pasos, a nuestra acalorada y caótica marcha. «Avanzando, avanzando». Los policías con una mirada de desconcierto y de no saber cómo reaccionar en lo inmediato en ese maremágnum, nos invitan a no parar y proseguir el camino. La gente con expresión de gravedad, curiosidad e incluso indiferencia, envueltos en la inercia, intenta arremolinarse alrededor del hombre de mirada serena. «Seguro fue el corazón. Ojalá lo revivan» susurró una señora a mi lado, mientras yo de corazón pensé lo mismo en ese preciso instante. Inevitablemente el acto, el suceso, nos sumergió a más de uno en profundos pensamientos… La fragilidad y la inmediatez del momento desde hace ya bastante tiempo me han acompañado, abrazado e inspirado; a veces inquietado. Después de algunos infartos, no es extraño bromear con uno mismo, advertirse y prevenirse antes de salir de casa por si no hay regreso un día. Te descubres dando los buenos días con especial entusiasmo; saludando, dando la bienvenida y despidiéndote de tus espacios, de tus fantasmas en un ritual diario; preparando la mochila por si hay viaje; apretando un poco más en los abrazos, duplicando los besos, apostándole al instante irrepetible; administrando los tiempos; respetando y aprendiendo del silencio; intentando estar donde hay que estar y de ser posible aportar algo; aprendiendo todos los días del hijo y los quereres más allá de la distancia; agregando pendientes a la lista de sueños, preguntas y cosas aún por conocer, listado que por lo visto nunca va a acabar, dibujándose como estímulo para la permanencia. Simples preguntas e inquietudes que se gestan al haber vida, pero que realmente resurgen con fuerza al descubrir la tan temida y porqué no preciada fragilidad. Yo salgo del Metro Allende con una sola certeza: la vida sigue, todos los días posponiendo el misterio y reafirmando con increíble fuerza el abrazo.
Un par de semanas después las calacas invaden los mercados, de todos los tamaños, colores y expresiones. De cartón, papel de China, azúcar, chocolate, amaranto… Quizá lo más hermoso de recordar a los que ya no están y en nosotros viven, es recordarnos, reiterarnos hasta el último instante que mientras estemos vivos, bien vivos hay que vivir celebrando, viviendo, dando lata, «chingando la pita», luchando, abrazando, soñando.
Ricardo Ramírez Arriola
www.360gradosfoto.com
www.archivo360.com
https://www.facebook.com/360gradosfoto/