Perú

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Un nudo

Seis y media de la mañana. En medio de la bruma, el Waynapicchu y la ciudad inca de Machupicchu intentan asomarse misteriosamente. Por momentos completamente envueltos por una masa blanca que invita a los turistas chilenos a mi lado a exclamar ¡es la nada misma! Se asoman y desaparecen, en una vertiginosa e imperceptible danza con las nubes. Empieza a llover y arrecia el viento. Magia. La fuerza de la naturaleza y la del hombre frente a frente, para recordarnos qué tan grandes e insignificantes somos.

Un nudo, entre la emoción y la admiración, el orgullo y la necesidad de quedarse en silencio. Un nudo que amarra también la indignación y la pregunta: ¿dónde están los descendientes de esta gran cultura, cantera de sorprendentes ingenieros?

“Machupicchu es la más cara de las “Siete maravillas del mundo moderno”, me dice Miguel, vigilante en la estación de Ollantaytambo, ante mi desconcierto por los precios del tren. “El tren es el único medio para poder llegar allá y es de propiedad inglesa. Lo privatizó Fujimori. En temporada baja no hay boletos para los turistas por menos de cincuenta dólares de ida y cincuenta de regreso”, en un tramo de hora y cuarto que separa Aguas Calientes (la comunidad más cercana a Machupicchu) de la de Ollantaytambo, conectada por carretera con Cuzco.

“Ahora, por fortuna, se ha limitado el acceso a dos mil quinientos turistas diarios. Le juro, yo llevo años trabajando para esta empresa, que cada día ingresa, fácil, un millón de dólares. Si usted llega tarde, tiene que comprar otro boleto. Si usted quiere cambiar de hora, usted tiene que comprar otro boleto. Si hay un derrumbe y le afecta en su itinerario, usted tiene que comprar otro boleto. No hay vuelta de hoja. Y es dinero que no viene para Perú.”

“El único hotel que hay en Machupicchu, el único restaurante, los únicos “snacks”, la única venta de recuerdos, los únicos sanitarios que hay en Machupicchu, todo está en manos de extranjeros. Les dieron la concesión por treinta años”, nos cuenta otro guía que encontramos en La Montaña Machupicchu.

“Antes, hace no mucho tiempo, en la comunidad de Aguas Calientes éramos siete u ocho familias. Nuestras casas eran de madera y adobe. Se hablaba el quechua . Vivíamos nuestras tradiciones. Eran sentidas. Las vivíamos con emoción. Creíamos. Ahora uno se disfraza y realiza ceremonias cuando sea, cuando quiera y pueda el turista. Eso duele. El turismo es un cáncer que ha llegado a nuestras comunidades.”

“No se planificó bien la llegada del turismo a nuestras comunidades. Empezó a llegar mucha gente de fuera, muchos extranjeros, a comprar y construir para el turismo, con comercios y servicios que nosotros ni conocíamos ni usamos. Los precios se dispararon.” “Aquí todo es mucho más caro que en otras comunidades. Los precios son para el turista de Estados Unidos y de Europa, pero los sufrimos también nosotros. Se dice que si hay turistas y traen dinero, aquí tienes que arreglártelas para tener dinero. A ver qué les vendes.”

“Los turistas casi no se relacionan con nosotros. Y como dices, es verdad, casi todas las indicaciones en zonas arqueológicas están en inglés, no en español y mucho menos en quechua. En muchos lugares, antes de cualquier cosa te hablan directamente en inglés. No habría problema con los precios, el idioma y lo que se vende, si esto fuera en un moll o en un hotel hecho con su concepto y para su consumo. Pero aquí lo hacen sobre nuestras raíces, en los santuarios que nos heredaron nuestros antepasados, en nuestra cultura. Eso es imposición. Es obligarnos a que olvidemos nuestro pasado. Es algo tan sagrado como nuestro idioma y nuestros abuelos.”

Sigue lloviendo. Resguardados en el Recinto del Guardián, los vigilantes le llaman reiteradas veces la atención a turistas europeos por rebasar zonas delimitadas, subirse a los muros o fumar. Los turistas protestan y entre dientes se burlan de las medidas. Un señor comenta “¿qué pasaría si hiciéramos lo mismo, con nuestro color de piel y nuestro idioma, en uno de sus museos en Europa?”

“Quechuas somos los guardianes, los guías, los que damos mantenimiento, hacemos la limpieza y lavamos los baños. Sí nos han dado trabajo. No lo podemos negar.” La señora que en ese momento limpia los baños de la estación para extranjeros, se sorprende de que, aparentemente de la nada, un turista le diga “muchas gracias señora.”

Verónica, entrañable señora, vendedora de cucharas de madera en un mercado, me preguntó ¿qué le pareció Cuzco? Le explico que sentí una contradicción. Es seguramente la ciudad colonial más hermosa que he visto por su arquitectura y entorno, junto a Antigua, claro –para no perder un poco de chovinismo. Pero a diferencia de otras ciudades coloniales, la utilización de los basamentos y muros de los palacios incas para sostener los palacios coloniales, sorprende, maravilla e indigna. Son un monumento, bello sin duda, a la dominación. “Sí, así es. Cada vez que los veo pienso en como dominaron a nuestros antepasados. Pero señor, eso ya es historia y nada ya se puede hacer. Ahora son los gringos los que están comprando todo.”

“Ollanta prometió que iba a regresar este patrimonio a la nación. Por eso votamos por él. Ya no hizo nada. ¿Será tan difícil?”, nos comenta un vigilante mientras bajamos la Montaña, entre nubes. En las seis horas en que está permitida la subida a la Montaña Machupicchu, una veintena de turistas extranjeros dejamos una bolsa grande de basura, colmada de envases desechables y plásticos olvidados. El entorno, además de lleno de historia y significación, está repleto de orquídeas y bromelias multicolores. El vigilante, quechua, va recogiendo uno a uno nuestros desechos, sin duda con indignación y resignación. Es el costo del prometido “desarrollo”. Es la huella que nosotros podemos dejar en un lugar sagrado, pero para otra cultura. En Wisconsin, Tokio, Santiago, Osaka, Londres o en la Ciudad de México, después seguramente veremos satisfechos las fotos de “un viaje mágico”, como promete la compañía de trenes inglesa. ¿Nos preguntaremos por un instante, qué impacto tuvo nuestra pisada en tierras sagradas incas?

Veo estas montañas y esta ciudad. Sé que soy privilegiado, hoy, en mi calidad de turista. Viviendo una contradicción gracias al turismo, instrumento que puede convertirse en puente y lazo para conocernos y hermanarnos, pero también en la herramienta perfecta para la estandarización y la dominación cultural. Matizando las palabras compartidas por mis hermanos quechuas, el turismo no es el cáncer por si sólo. El cáncer es la exclusión, la discriminación, el racismo, el neocolonialismo, la imposición cultural y la anulación del “otro” bajo las banderas del hambre y el dinero.

En los mercados, en los transportes, en las zonas arqueológicas, en los comedores, en las estaciones, después de las palabras turísticas de rigor, en todas las personas quechuas con quienes hablé, sin excepción, encontré indignación e inconformidad, enojo y orgullo, coraje, impotencia y fuerza; el brillo en los ojos que hermana y asegura que, afortunadamente, el final de la historia aún no está escrito.

Machupicchu, 26 de febrero de 2013.

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