Guatemala

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En mi primer día en Guatemala, fui a una comunidad de desplazados internos. Era el único ladino. La familia que me recibió me brindó fraternamente un plato de frijoles y un pocillo con café. Poco a poco empezó a llegar más gente de la comunidad. Algunos empezaron a señalarme, a mirarme con curiosidad o sorpresa. Nadie hablaba en español y recuerdo especialmente a una pareja de abuelos que me miraban con duda e incluso ternura. Inevitablemente me chivié. Miraba fijamente mi comida y no sabía cómo interactuar, qué decir al colectivo que se estaba reuniendo a mi alrededor. Finalmente un señor me dijo: La comunidad le quiere hacer una pregunta.
Claro que sí, contesté.
La comunidad quiere saber si usted es hijo del señor X.
No, contesté. No soy hijo de ese señor. ¿Por qué?
El señor me tocó con cuidado los lentes y dijo: Usted tiene esto.
Le expliqué que en los pueblos grandes y en las ciudades a la gente que tiene problemas en los ojos y que no ve bien, los médicos le ponen ese aparato, esos lentes. En los pueblos grandes y en las ciudades hay bastante gente que tiene lentes. Y le reafirmé que no por tener lentes era hijo del señor X.
La comunidad –me dijo- dice que usted es hijo del señor X.
De veras, no soy hijo de ese señor. ¿Por qué me pregunta?
Me contestó amablemente: El señor X llamó al ejército para que masacrara a nuestras familias. Nosotros somos los sobrevivientes. Por eso la comunidad quiere saber si usted es hijo del señor X…
En ese momento llegó un compañero que me conocía y decididamente confirmó que más allá del parecido con el señor X, yo no era su hijo.
Ése fue mi primer día en Guatemala. Una experiencia que con el tiempo he revalorado y atesorado, por la profunda enseñanza, de un cuentazo, sobre la esencia de la historia reciente de Guatemala; la raíz de profundas fronteras y desafíos escritos a hierro y fuego, con masacres, exterminio y bombas, desde la colonia.

Esa primera experiencia fue fundamental para entender en los días, semanas, meses y años posteriores, cómo mi país era una tierra tan herida y dividida en sus raíces y tejidos, enfrentándose todos los días a los abismos, donde expresiones como “no seas indio”, “indio pisado”, “ladino asesino, hijo de la gran puta” eran fieles reflejo y producto de la hegemonía cultural imperante, imprescindible para garantizar un sistema de dominación y explotación neocolonial de profundas raíces. En esos mundos ajenos, todos los indígenas eran iguales, merecedores de ser discriminados; todos los ladinos eran iguales, hijos de patrón u oficiales del ejército, con derecho a discriminar.

Hace treinta y tantos años, en amplios sectores urbanos era una vergüenza que una trabajadora doméstica portara sus vestimentas; ésta era aún mayor en una oficina pública. En amplios sectores de la sociedad guatemalteca, en un país con mayoría de población indígena, era prácticamente una utopía pensar en una mujer indígena doctora, experta, profesionista, referencia obligada en cualquier tema. Hace poco más de treinta años el proceso de ladinización era galopante, para no ser humillado, para poder avanzar, para no ser señalado de sucio, ignorante, guerrillero, comunista. Compañeros, k’iches’, no habían aprendido su idioma o se avergonzaban al hablarlo, aunque en una dolorosa intimidad, el orgullo brincaba a flor de piel al recordar la dignidad de sus abuelos. Hace poco más de treinta años imperaba para muchos la resignación y el fatalismo asignado por una hegemonía cultural racista imperante para amplios sectores, para las mayorías de este país.

En estos poco más de treinta años claro que han habido cambios. Para algunos quizá esbozos, para otros, entre los que me encuentro, cambios gigantes, insuficientes pero gigantes, que costaron cientos de miles de vidas pues así lo exigió este sistema de descarnada esencia, aunque a veces lo perdamos de vista por sus costosos maquillajes. Ese “insignificante” cambio que hoy nos invitan casi a percibir y confundir como una cotidiana visión de Inguat o del Ministerio de Cultura y Deportes, es una conquista de las luchas de los pueblos de Guatemala, indígenas y no indígenas, un pequeño gran inicio en el cambio de las estructuras de la hegemonía, victorias que se conquistaron con pequeñas y grandes luchas, heroicas todas, que hoy se quieren acallar, silenciar, olvidar, naturalizar.

¿Qué si era todo lo que buscábamos? Claro que no. En absoluto. ¿Quién dijo y cuándo que los Acuerdos de Paz eran la culminación de las luchas? ¿Quién dijo que un documento, por más complejo, completo o no, por sí solo, podía cambiar la historia de un país? ¿Quién dijo que un sistema que había hundido a nuestro país en sangre iba a implementar voluntariamente y sin presión, por generación espontánea, nuestras reivindicaciones incluidas en las negociaciones de paz? ¿Quién dijo que los Acuerdos eran finalmente el ansiado puerto de llegada?

Los Acuerdos de Paz, en esta lucha permanente por una Guatemala mejor, en una necesaria transición de coyunturas, simplemente son un punto de partida. Inevitablemente. Aunque uno se cruce de brazos frente a la computadora y se resigne únicamente a poner likes, como hace poco más de treinta años, alguien se resignaba a ladinizarse. Pero llegarán los días en que, como los abuelos y los padres que resistieron en la oscuridad, nos brillen nuevamente los ojos cargados de dignidad.

Hoy, como ayer hace veinte años, el abrazo más profundo.

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